miércoles, 21 de mayo de 2014

ESPERANDO EN MEDINA






El tren se detiene, los observo atentamente: un hombre y una mujer sentados en un banco. El banco de la estación, es el único, no hay otro. La estación se llama Medina, Medina del Campo. Son mayores, tienen ochenta años o más. Ella lleva un vestido de lunares (acaso su mejor vestido). Él, una camisa blanca abotonada hasta el cuello y una boina. Sujeta su bastón con una mano, con la otra se aferra al extremo del banco, como si fuera a caerse. Están ahí sentados esperando. Siempre a la misma hora. Al mismo tren. En él tendría que venir su hijo, pero su hijo no ha cogido nunca ese tren, ni lo cogerá. Tampoco vendrá en autobús, ni en coche. Su hijo no volverá nunca a Medina del Campo a ver a sus padres. Ellos no lo saben, no saben casi nada sobre él. Por eso todas las tardes, de lunes a viernes, acuden a la estación para ver si en el Talgo procedente de Alicante viene su hijo.



Yo conozco a su hijo. Sé quién es. He vivido con él, he comido con él. Sé que le gusta la carne bien hecha, odia el deporte y le gusta dormir hasta bien tarde, pero no puede porque tiene que madrugar; trabaja a turnos. Ahora ya no vivo con él. Estamos separados, fue una tontería pero estamos separados. Nos llevábamos bien. Habíamos comprado un piso de Protección Oficial con mucho esfuerzo. Nada de vacaciones. Él no se quejaba, yo tampoco. Llegué a tener hasta tres trabajos para poder pagar la hipoteca. Tenía trastocado el sueño. Por la noche, a las tres o las cuatro de la mañana, se despertaba, encendía la televisión y miraba cualquier cosa, tertulias o lo que fuera. A veces se dormía en el sofá y por la mañana lo encontraba encogido como si fuera un feto. Cuando vivíamos juntos solíamos ir a Medina. Aprovechábamos un puente, alguna fiesta patronal. 


En invierno hacía mucho frío. Sus padres nos dejaban la casa del pueblo. Él partía la leña y encendía la chimenea pero seguía haciendo frío. El calor se escapaba por las rendijas de las ventanas, por la ranura de la puerta. En verano entraban insectos; se colaban hasta el baño. Una vez arrojé un escarabajo verde por el wáter y logró sobrevivir hasta que tiré de la cadena y desapareció.

 Sus padres irán todas las tardes a la estación, se sentarán en el único banco del andén y esperarán a que llegue el tren. Su hijo no bajará nunca de ese tren porque su hijo se avergüenza de sus padres. Un día me lo dijo: mis padres son analfabetos, hacen ruido al comer, son una ruina, así que no quiero volver a verlos. Por eso sé que si algún día coge un tren no será para ir a Medina.


Relato publicado en el libro Tortugas Acuáticas. Baile del Sol, 2006.

miércoles, 22 de enero de 2014

UNA SEÑORA BIEN




            
                       
        Carmen, de 37 años, termina de extenderse la crema hidratante por todo el cuerpo. Le gustaría parecer bella como Jean Fonda, aunque sea una vulgar mujer de clase media con aspiraciones truncadas. Ya en el internado anhelaba convertirse en miembro de la alta burguesía. Pero la realidad le deparó un marido comercial dedicado los cinco días de la semana a la venta de productos farmacéuticos: viajante por las Provincias de Castilla y León, que conoce al dedillo, al igual que los clubes de alterne que frecuentaba, ahora precintados por orden judicial. Aunque Carmen, su mujer, de eso no sabe nada. Mejor, ya tiene demasiados problemas cotidianos con la asistenta y con los niños de colegio concertado.
         Hoy es un día normal para Carmen. Se levanta a las ocho y media. Después de la ducha se aplica crema para pieles normales en su baño azulejado en tonos pastel, adosado a la habitación matrimonial. Sus hijos, de siete y cinco años, desayunan en la cocina. Se están tirando migas de pan por debajo de la mesa y escupiendo cereales al chocolate. Los cereales caen al suelo. Viene Consuelo y los recoge. La asistenta de Carmen se agacha sin decir ni pío, y junta uno a uno los cereales que tiran los hijos maleducados de colegio concertado, donde aprenden a rezar el Padrenuestro –de carrerilla-,  que canturrean ante las monjas solitarias; las mismas que cuelgan la ropa interior en el tendal, al anochecer, para que nadie las vea. Y piden una ayuda económica una vez al mes en concepto de obras de caridad para después adoctrinar a su antojo. Aunque Carmen y sus amigas se sienten orgullosas de mandar a sus hijos al concertado con los uniformes bien limpios y planchados por asistentas procedentes de Colombia o de Ecuador, que llaman a sus hijos una vez a la semana desde locutorios que llevan el nombre de Amazonas, o, Paraná, y guardan las fotografías de sus familiares en monederos cuadrados forrados en piel de imitación. Se reúnen los domingos en parques y jardines del extrarradio de la ciudad donde se citan con sus compatriotas para hablar de las horas extras y de las puñeteras manías de las señoras bien para las que trabajan, como frotar los calcetines a mano antes de meterlos en la lavadora, o fregar el parquet con vinagre y limón, al menos dos veces a la semana. 
         Pero Carmen, no nos engañemos, no es feliz, percibe que su vida es una auténtica porquería, aunque disponga de una Visa Oro, o de un Mazda MX – 5  Roadster Coupe descapotable para ir a Mercadona. Siente un vacío existencial incapaz de llenar ni siquiera con sus clases de pintura los martes por la tarde, y a veces, como ahora, se deja llevar por un sueño inútil, por un sueño inalcanzable: convertirse en una artista comparable a Frida Khalo. Y cuando sus hijos están en el concertado y Consuelo tiene el día libre, Carmen hojea el diario de la artista editado por el Círculo de Lectores y piensa en el aparatoso accidente sufrido por Frida Khalo que le rompió el cuello, las costillas, la columna vertebral y la pelvis, y comprende que el dolor es algo que no se puede compartir.



lunes, 30 de diciembre de 2013

EL ESCULTOR






  



       
 
        El escultor trabaja dieciséis horas. Trabaja todos los días, incluidos los domingos. No tiene vacaciones, ni piensa en ellas. Ha olvidado los placeres mundanos: comer bien, sestear, trasnochar. El escultor no tiene amigos, los ha perdido. Su fama de asocial lo fue alejando de los seres humanos. Ni siquiera se comunica con su familia. Parecería no tener familia, aunque la tiene. Existe una hermana que vive en otro país y habla otro idioma, y a veces, cuando está cansada de tanto pelear con sus hijos, de ir a buscarlos al colegio, darles la merienda y preguntarles cuáles son algunas de las características de los insectos, se detiene un instante –como abstraída-, y ve a su hermano cortando madera; pegando los pequeños trocitos de madera, secando los trocitos de madera, pintando cuidadosamente los pequeños trocitos de madera y construyendo unas casas a modo de maquetas. A continuación se imagina cómo su hermano cierra la puerta del estudio con suavidad y se dirige al río, sí, a ese caudaloso donde jugaban de pequeños. Lo figura subido a una afilada roca cercana a la orilla tirando piedras desgastadas al agua, oye perfectamente el ruido de las piedras: plof, plof. Observa cómo saltan las ranas y a unos renacuajos nadar a contracorriente. Lo percibe todo con nitidez. Ahora la hermana del escultor estira la mano, saca unos cantos rodados del agua y apunta a las ranas, quiere matarlas. La hermana del escultor se ensaña con los pequeños anfibios que escapan como relámpagos, y trata de perseguirlos y tropieza; se levanta de la tierra húmeda. La hermana del escultor mira sus rodillas ensangrentadas. Limpia con sus mugrientas manos sus rodillas teñidas de sangre y sigue andando, porque la hermana del escultor, de nombre Diana, sabe que no debe pararse nunca. Lo leyó en alguna parte, aunque no lo recuerda claramente. Baraja dos posibilidades, en la novela de David Herbert Lawrence El amante de Lady Chatterley, o, Lúcia Mc Cartney, de Rubén Fonseca. Es domingo y la hermana del escultor le pregunta a su hijo mayor la lección para el examen de mañana. El hijo de la hermana del escultor no sabe nada, lo ha olvidado todo. Ha olvidado dónde se colocan las unidades, las decenas o las centenas. No recuerda qué altura tiene la montaña de Machu Picchu, ni dónde está la Cordillera de los Andes, ni siquiera sabe contestar a la siguiente pregunta: ¿qué pueblo construyó hace más de 500 años una gran ciudad-fortaleza? Así que Diana, la hermana del escultor, se enfada y pega un puñetazo en la mesa de la cocina donde cada domingo le toma las lecciones a su hijo mayor. Y se desespera. Le dice a su hijo que como siga así, como siga sin dar golpe, sin atender en clase, lo va a mandar a vivir con su tío, el escultor. Entonces el hijo le pregunta que quién es ese y su madre, la hermana del escultor, le dice que es una especie de anacoreta. Le cuenta que su hermano corta pequeños trocitos de madera que utiliza para construir casas a modo de maquetas. El niño dice que él también quiere ser anacoreta y pintar pequeños trocitos de madera. La madre aprueba la decisión, considera que es acertada. Entonces la hermana del escultor se sienta con la espalda bien recta en el borde de la silla, se calza las zapatillas de andar por casa y piensa que la naturaleza no obra milagros.
 








                                                           

miércoles, 13 de noviembre de 2013




Berlín, 2009.

Como no tengo hermana
tal vez
imagino que la acompaño a uno de esos cabarets donde se aprecian figuras humanas
descompuestas por palizas, bofetadas
cuerpos atravesados por el tiempo, acodados, sin sonrisa ─sólo mueca─

Ella   ─no tengo hermana─, me cede un asiento
[como de hermana mayor]

Me tranquiliza verla mirándose al espejo. Sin maquillaje, sin sonrisa ─sólo mueca─
tan fría, calculando las gotas de licor que caen de su botella vacía hacia mi vaso.



domingo, 27 de octubre de 2013









Siberia, es un error
muy preciado
como si estuviera a la vuelta de la esquina