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domingo, 5 de julio de 2015

LA ZANJA




La zanja, relato publicado en la revista BLUSA nº 3. Junio, 2015
 http://www.revistablusa.com/

 Roxana Popelka






Mi padre hubiera querido otro varón, como mi hermano, pero nací mujer. Nunca hemos hablado del asunto pero sé que las niñas le fastidian. Tiene prejuicios, eso es. Cree que todas llevan un lazo en el pelo, o prendedores con forma de corazón, y que les gusta el color rosa. También piensa que las niñas corren poco, que no son valientes. Pero yo no soy así. Siempre tuve claro que si no imitaba a mi hermano sería una carga para mi padre, me odiaría. Así que desde que tengo uso de razón repito instintivamente las hazañas de mi hermano; si hay que encaramarse hasta lo más alto de la rama de un árbol, trepo sin dudar. Cuando baja sin manos una cuesta en bicicleta, desciendo pegada a su lado. Si le da por cruzar el río embutido en unas botas de pescar, lo sigo, aunque la corriente me arrastre y no me permita avanzar. 
Mi atuendo está acorde con la situación; nada de faldas o vestidos que impidan la libertad de movimientos que necesito, ni de complementos ridículos tipo; bolsos de larga bandolera, diademas en el pelo, anillos o cualquier otro símbolo que pueda sugerir que soy una niña.
Nunca he tenido muñecas, supondría una deshonra, aunque he de confesar que a veces observaba asombrada a otras niñas mientras pasaban horas jugando con ellas; cambiándoles los vestidos, o paseándolas en sus cochecitos. Precisamente usábamos esos trastos, mi hermano y yo, para subirnos encima y rodar por el angosto pasillo de nuestra casa. 
Con los años también he aprendido a orinar de pie. Al principio con bastante torpeza. Lo salpicaba todo, aunque después de mucha práctica soy capaz de abrir las piernas y meterme por entre la taza y controlar el chorro del pis desde que sale del conducto urinario hasta que cae justo en la taza del váter. Nadie lo sabe. Ni en el colegio, ni mi hermano. Ni siquiera mi padre. Cierro la puerta con pestillo y jamás permito que entren conmigo al aseo. Es un secreto.
 De cuando en cuando mi hermano se queda mirándome. Estoy hinchando la rueda de la bicicleta y me pregunta con su habitual ingenuidad mientras busca en el cajón alguna cinta de música para poner en su nuevo cassette:
-¿Por qué nunca traes a casa a tus amigas?
- No creo que quieran venir – respondo.
- Llámalas, si no lo haces nunca vendrán.
- No insistas, no me apetece, no quiero que nadie venga a casa, contesto impasible.
No sabe qué decir, así que se levanta de la silla y escoge una cinta de la Creedence Clearwater Revival. Escucho atenta Suzie Q. Trato de tararear el estribillo de la canción. Ahora pone Put a Spell on you. No me importa. Cualquier tema del grupo me gusta. Lo dejo solo en la habitación mirando por la ventana, hay unos cuantos eucaliptus secos.


 En definitiva no hacía nada de lo que se suponía que debía de hacer una niña. Era libre, era feliz. Al menos eso pensaba, pero sobre todo tenía la completa certeza de que mi padre estaba orgullosa de mi. Contaba con su aprobación, con su confianza. Estaba claro que no era un varón, pero tampoco era una típica niña. Era algo indeterminado y caminaba con inocencia por los contornos de la imprecisión.
 Todo iba bien. Mi padre creía en mí, lo sé. Me valoraba por mi arrojo al tirarme de cabeza desde la roca más alta de aquella poza, o por saber conducir, aunque no tuviera edad para ello; me despertaba temprano, no había tráfico, todo despejado: “Bien, ahora para en esta cuesta, pon punto muerto, mete la primera y sal despacio, sin calar el coche”, decía cuando me llevaba a practicar. Quería que supiera conducir cuanto antes, decía que conducir era tan importante como saber leer, así que, aunque amedrentada, trataba de manejar lo mejor posible. Pero algo ocurrió y cambió el curso de los acontecimientos.
       Me veo con 14 años, me levanto de la cama, voy al cuarto de baño, descubro mis bragas manchadas de sangre, salgo corriendo a comprar, muerta de miedo, de vergüenza, un paquete de compresas. Es el final pienso, esto sí que es el final,  me digo. Debo encarar la situación y decirle a mi padre: tengo la regla, se acabó. Pero no tengo valor. Dejo pasar los días y mientras lo voy pensando, mientras pienso cómo se lo voy a decir, cómo le voy a explicar todo aquello, mientras las cosas van asentándose en mi cabeza, tiro las compresas por el váter porque nadie tiene que enterarse de esto, aunque sea una tontería, para mí no lo es, y sigo tirando las compresas por el váter hasta que se atasca. Entonces mi padre me pregunta si sé por qué se ha atascado. Le miento, le digo que no sé nada, que no he tirado nada. El váter queda inutilizado. Tenemos que orinar en otro sitio. He montado un gran follón en casa, todo por las malditas compresas, por mi estúpido temor. Tenía que venirme la regla –pienso- justo en este momento. Bien, hasta cuándo querías prolongar el acontecimiento, me digo. Entonces veo a mi padre y a mi hermano, a los dos, cavar una zanja en el jardín para comprobar por qué se ha atascado el váter. Están haciendo un hoyo enorme, lo levantan todo. Levantan las baldosas, la acera y yo estoy horrorizada, estoy temblando, no quiero verlos. Voy  a dar un paseo, a intentar distraerme. Vuelvo y oigo a mi padre que me llama. Tiene puestos los guantes de cavar porque está cavando la maldita zanja. De pronto veo cómo coge una compresa medio mojada, deshecha. La saca de la profundidad del agujero y la coloca frente a mis ojos, puedo verla con total precisión; está embarrada, ensangrentada. Me la enseña, no dice nada. Baja la cara. Es el final...

Todavía no sé cómo pude llegar a traspasar el límite.


Relato publicado en el libro Tortugas acuáticas. Editorial Baile del Sol, 2006.

miércoles, 21 de mayo de 2014

ESPERANDO EN MEDINA






El tren se detiene, los observo atentamente: un hombre y una mujer sentados en un banco. El banco de la estación, es el único, no hay otro. La estación se llama Medina, Medina del Campo. Son mayores, tienen ochenta años o más. Ella lleva un vestido de lunares (acaso su mejor vestido). Él, una camisa blanca abotonada hasta el cuello y una boina. Sujeta su bastón con una mano, con la otra se aferra al extremo del banco, como si fuera a caerse. Están ahí sentados esperando. Siempre a la misma hora. Al mismo tren. En él tendría que venir su hijo, pero su hijo no ha cogido nunca ese tren, ni lo cogerá. Tampoco vendrá en autobús, ni en coche. Su hijo no volverá nunca a Medina del Campo a ver a sus padres. Ellos no lo saben, no saben casi nada sobre él. Por eso todas las tardes, de lunes a viernes, acuden a la estación para ver si en el Talgo procedente de Alicante viene su hijo.



Yo conozco a su hijo. Sé quién es. He vivido con él, he comido con él. Sé que le gusta la carne bien hecha, odia el deporte y le gusta dormir hasta bien tarde, pero no puede porque tiene que madrugar; trabaja a turnos. Ahora ya no vivo con él. Estamos separados, fue una tontería pero estamos separados. Nos llevábamos bien. Habíamos comprado un piso de Protección Oficial con mucho esfuerzo. Nada de vacaciones. Él no se quejaba, yo tampoco. Llegué a tener hasta tres trabajos para poder pagar la hipoteca. Tenía trastocado el sueño. Por la noche, a las tres o las cuatro de la mañana, se despertaba, encendía la televisión y miraba cualquier cosa, tertulias o lo que fuera. A veces se dormía en el sofá y por la mañana lo encontraba encogido como si fuera un feto. Cuando vivíamos juntos solíamos ir a Medina. Aprovechábamos un puente, alguna fiesta patronal. 


En invierno hacía mucho frío. Sus padres nos dejaban la casa del pueblo. Él partía la leña y encendía la chimenea pero seguía haciendo frío. El calor se escapaba por las rendijas de las ventanas, por la ranura de la puerta. En verano entraban insectos; se colaban hasta el baño. Una vez arrojé un escarabajo verde por el wáter y logró sobrevivir hasta que tiré de la cadena y desapareció.

 Sus padres irán todas las tardes a la estación, se sentarán en el único banco del andén y esperarán a que llegue el tren. Su hijo no bajará nunca de ese tren porque su hijo se avergüenza de sus padres. Un día me lo dijo: mis padres son analfabetos, hacen ruido al comer, son una ruina, así que no quiero volver a verlos. Por eso sé que si algún día coge un tren no será para ir a Medina.


Relato publicado en el libro Tortugas Acuáticas. Baile del Sol, 2006.