
La zanja, relato publicado en la revista BLUSA nº 3. Junio, 2015
http://www.revistablusa.com/
Roxana Popelka
Mi
padre hubiera querido otro varón, como mi hermano, pero nací mujer. Nunca hemos
hablado del asunto pero sé que las niñas le fastidian. Tiene prejuicios, eso
es. Cree que todas llevan un lazo en el pelo, o prendedores con forma de
corazón, y que les gusta el color rosa. También piensa que las niñas corren
poco, que no son valientes. Pero yo no soy así. Siempre tuve claro que si no
imitaba a mi hermano sería una carga para mi padre, me odiaría. Así que desde
que tengo uso de razón repito instintivamente las hazañas de mi hermano; si hay
que encaramarse hasta lo más alto de la rama de un árbol, trepo sin dudar.
Cuando baja sin manos una cuesta en bicicleta, desciendo pegada a su lado. Si
le da por cruzar el río embutido en unas botas de pescar, lo sigo, aunque la
corriente me arrastre y no me permita avanzar.
Mi
atuendo está acorde con la situación; nada de faldas o vestidos que impidan la
libertad de movimientos que necesito, ni de complementos ridículos tipo; bolsos
de larga bandolera, diademas en el pelo, anillos o cualquier otro símbolo que
pueda sugerir que soy una niña.
Nunca
he tenido muñecas, supondría una deshonra, aunque he de confesar que a veces
observaba asombrada a otras niñas mientras pasaban horas jugando con ellas;
cambiándoles los vestidos, o paseándolas en sus cochecitos. Precisamente
usábamos esos trastos, mi hermano y yo, para subirnos encima y rodar por el
angosto pasillo de nuestra casa.
Con
los años también he aprendido a orinar de pie. Al principio con bastante
torpeza. Lo salpicaba todo, aunque después de mucha práctica soy capaz de abrir
las piernas y meterme por entre la taza y controlar el chorro del pis desde que
sale del conducto urinario hasta que cae justo en la taza del váter. Nadie lo
sabe. Ni en el colegio, ni mi hermano. Ni siquiera mi padre. Cierro la puerta
con pestillo y jamás permito que entren conmigo al aseo. Es un secreto.
De
cuando en cuando mi hermano se queda mirándome. Estoy hinchando la rueda de la
bicicleta y me pregunta con su habitual ingenuidad mientras busca en el cajón
alguna cinta de música para poner en su nuevo cassette:
-¿Por
qué nunca traes a casa a tus amigas?
-
No creo que quieran venir – respondo.
-
Llámalas, si no lo haces nunca vendrán.
-
No insistas, no me apetece, no quiero que nadie venga a casa, contesto
impasible.
No
sabe qué decir, así que se levanta de la silla y escoge una cinta de la Creedence Clearwater Revival. Escucho
atenta Suzie Q. Trato de tararear el
estribillo de la canción. Ahora
pone Put a Spell on you. No me
importa. Cualquier tema del grupo me gusta. Lo dejo
solo en la habitación mirando por la ventana, hay unos cuantos eucaliptus
secos.
En
definitiva no hacía nada de lo que se suponía que debía de hacer una niña. Era
libre, era feliz. Al menos eso pensaba, pero sobre todo tenía la completa
certeza de que mi padre estaba orgullosa de mi. Contaba con su aprobación, con
su confianza. Estaba claro que no era un varón, pero tampoco era una típica
niña. Era algo indeterminado y caminaba con inocencia por los contornos de la
imprecisión.
Todo
iba bien. Mi padre creía en mí, lo sé. Me valoraba por mi arrojo al tirarme de
cabeza desde la roca más alta de aquella poza, o por saber conducir, aunque no
tuviera edad para ello; me despertaba temprano, no había tráfico, todo
despejado: “Bien, ahora para en esta cuesta, pon punto muerto, mete la primera
y sal despacio, sin calar el coche”, decía cuando me llevaba a practicar.
Quería que supiera conducir cuanto antes, decía que conducir era tan importante
como saber leer, así que, aunque amedrentada, trataba de manejar lo mejor
posible. Pero algo ocurrió y cambió el curso de los acontecimientos.
Me
veo con 14 años, me levanto de la cama, voy al cuarto de baño, descubro mis
bragas manchadas de sangre, salgo corriendo a comprar, muerta de miedo, de
vergüenza, un paquete de compresas. Es el final pienso, esto sí que es el
final, me digo. Debo encarar la
situación y decirle a mi padre: tengo la regla, se acabó. Pero no tengo valor.
Dejo pasar los días y mientras lo voy pensando, mientras pienso cómo se lo voy
a decir, cómo le voy a explicar todo aquello, mientras las cosas van
asentándose en mi cabeza, tiro las compresas por el váter porque nadie tiene
que enterarse de esto, aunque sea una tontería, para mí no lo es, y sigo
tirando las compresas por el váter hasta que se atasca. Entonces mi padre me
pregunta si sé por qué se ha atascado. Le miento, le digo que no sé nada, que
no he tirado nada. El váter queda inutilizado. Tenemos que orinar en otro
sitio. He montado un gran follón en casa, todo por las malditas compresas, por
mi estúpido temor. Tenía que venirme la regla –pienso- justo en este momento.
Bien, hasta cuándo querías prolongar el acontecimiento, me digo. Entonces veo a
mi padre y a mi hermano, a los dos, cavar una zanja en el jardín para comprobar
por qué se ha atascado el váter. Están haciendo un hoyo enorme, lo levantan
todo. Levantan las baldosas, la acera y yo estoy horrorizada, estoy temblando,
no quiero verlos. Voy a dar un paseo, a
intentar distraerme. Vuelvo y oigo a mi padre que me llama. Tiene puestos los
guantes de cavar porque está cavando la maldita zanja. De pronto veo cómo coge
una compresa medio mojada, deshecha. La saca de la profundidad del agujero y la
coloca frente a mis ojos, puedo verla con total precisión; está embarrada,
ensangrentada. Me la enseña, no dice nada. Baja la cara. Es el final...
Todavía
no sé cómo pude llegar a traspasar el límite.
Relato
publicado en el libro Tortugas acuáticas. Editorial Baile del Sol, 2006.