El
tren se detiene, los observo atentamente: un hombre y una mujer sentados en un
banco. El banco de la estación, es el único, no hay otro. La estación se llama
Medina, Medina del Campo. Son mayores, tienen ochenta años o más. Ella lleva un
vestido de lunares (acaso su mejor vestido). Él, una camisa blanca abotonada
hasta el cuello y una boina. Sujeta su bastón con una mano, con la otra se
aferra al extremo del banco, como si fuera a caerse. Están ahí sentados
esperando. Siempre a la misma hora. Al mismo tren. En él tendría que venir su
hijo, pero su hijo no ha cogido nunca ese tren, ni lo cogerá. Tampoco vendrá en
autobús, ni en coche. Su hijo no volverá nunca a Medina del Campo a ver a sus
padres. Ellos no lo saben, no saben casi nada sobre él. Por eso todas las
tardes, de lunes a viernes, acuden a la estación para ver si en el Talgo
procedente de Alicante viene su hijo.
Yo
conozco a su hijo. Sé quién es. He vivido con él, he comido con él. Sé que le
gusta la carne bien hecha, odia el deporte y le gusta dormir hasta bien tarde,
pero no puede porque tiene que madrugar; trabaja a turnos. Ahora ya no vivo con
él. Estamos separados, fue una tontería pero estamos separados. Nos llevábamos
bien. Habíamos comprado un piso de Protección Oficial con mucho esfuerzo. Nada
de vacaciones. Él no se quejaba, yo tampoco. Llegué a tener hasta tres trabajos
para poder pagar la hipoteca. Tenía trastocado el sueño. Por la noche, a las tres
o las cuatro de la mañana, se despertaba, encendía la televisión y miraba
cualquier cosa, tertulias o lo que fuera. A veces se dormía en el sofá y por la
mañana lo encontraba encogido como si fuera un feto. Cuando vivíamos juntos
solíamos ir a Medina. Aprovechábamos un puente, alguna fiesta patronal.
En invierno hacía mucho frío. Sus padres nos dejaban la casa del pueblo. Él partía la leña y encendía la chimenea pero seguía haciendo frío. El calor se escapaba por las rendijas de las ventanas, por la ranura de la puerta. En verano entraban insectos; se colaban hasta el baño. Una vez arrojé un escarabajo verde por el wáter y logró sobrevivir hasta que tiré de la cadena y desapareció.
Sus padres irán todas las tardes a la estación, se sentarán en el único banco del andén y esperarán a que llegue el tren. Su hijo no bajará nunca de ese tren porque su hijo se avergüenza de sus padres. Un día me lo dijo: mis padres son analfabetos, hacen ruido al comer, son una ruina, así que no quiero volver a verlos. Por eso sé que si algún día coge un tren no será para ir a Medina.
Relato publicado en el libro Tortugas Acuáticas. Baile del Sol, 2006.
1 comentario:
Un placer la lectura
saludos!!!!
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